jueves, 30 de septiembre de 2010

La leyenda de los 202 millones de ojos

Desde pequeño he creído que nadie más puede ver del mismo color como yo miro lo que existe. Que nadie más puede asimilar el mismo verde cuando veo las hojas de la menta, que sí dos decimos ¿Te has fijado: es verde el pasto? Seguro que mi verde es un poco más claro que el morado con el que el otro identifica el interior jugoso de una ciruela, pero ambos le hemos puesto cinco letras que lo llaman como verde.

ay un tono que veo adentro de mis ojos, pues cuando lo busco en el exterior se desvanece y con las líneas del sol se oculta. Me gusta, es blanco. Desconozco si como el que ven los demás, pero revelo que es mi predilecto. Certifico que lo que se pinta con su color escasamente es desvirtuado. Tal vez por eso es difícil verlo en las calles, porque lo transpiro y por las noches me toma de la mano, abre la puerta de mi almohada y con ternura me guía a los pasadizos del mundo real.

Mi rojo no es el rojo de la sangre que se derrama del dedo rajado por un cuchillo con poco filo cuando han rebanado un jitomate en una cocina comúnmente sucia. Rojo me suena a peste, me huele a cansancio y me sabe a muerte. Si va acompañado de gotas de lluvia, entonces es más oloroso, pues se desparrama por las venas de esta ciudad, la oxida y la vuelve más gris (afligida). Rojo revolotea y se ve entre los efectos sensoriales que brotan más allá de la piel, provenientes desde mis entrañas.

Hay tres colores que se soldaron, hay tres espectros unidos con costuras hechas por la luna. Son tres, hechos uno. Es uno conformado por tres. Mis dos y más de doscientos millones de ojos dicen que les pertenecen, que en ellos está escrita la historia de la tierra que pisamos y trasquilamos a diario.

Nadie vera igual cada uno de estos colores, ni mucho menos la alianza. Mi verde, mi blanco y mi rojo son de matiz vivo. Los impregno de vida con acuarelas hechas de plumas multicolores de pájaros mayas. Quizá el blanco es mi favorito porque en él posa un ave. Pues ni mis dos ojos ven igual los colores y es en el blanco que ha quedado en medio, donde se unen mis miradas y donde se toman de las manos mis ambos ojos. Ahora les pido a ellos que también miren el azul del cielo. Que creen un aroma de las nubes altas que están sobre nosotros. Estoy de pie en la tierra, pero pocas veces levanto mi cabeza para elevar mi mirada. Ese es el límite del lienzo, que con más de doscientos dos millones de manos se puede pintar del color sueños.

miércoles, 15 de septiembre de 2010

Ilustración del tiempo

Más de una vez en mi mente se ha germinado la semilla ¿Qué es el tiempo?. Aparece sin color alguno, aunque en ocasiones, por capricho, decido proveerle color de maíz mojado a punto de convertirse en nixtamal. La pepita posa en tierra fértil, pues la humedad de mis curiosidades sigilosamente se acerca formándole grietas por donde la calan reciamente, apuntando que aquello es una invención del hombre, que ha sido la pura necesidad de entendernos en el espacio.

Es cuando la semilla luce otra tonalidad, es cuando parece que de ella brotará una pequeña rama de sabiduría-linaje que explique a mi rústico y escaso entendimiento si el tiempo en verdad existe.

Cuando veo el sol salir, la gente lo llama inicio de día e incluso da risa que haya nombre para lo que lo antecede, la invocada madrugada. Se dice día porque hay luz solar, se dice que en ese lapso los objetos son más claros y que en él la gente realiza la mayoría de sus labores, que cuando hay sol la gente es que vive, y cuando ese foco se aleja para alumbrar las olas del pacífico, los de este continente dormimos y que esa duración es para soñar. Como si no soñáramos con los ojos bien abiertos cuando el astro se combustiona por arriba de nuestras cabezas.

En una mesa existen granos de arena que cuadriculan las esperas, que determinan si tardaste mucho o poco para sentarte enfrente, y de día, mirarme a los ojos.

En la propia mano de mi padre viran trazos que le dictan saber que el momento ha llegado para salir de casa e iniciar una visita de ministerios. Aquellos trazos como parásitos bastardos de la madre que los acoge han adoptado el título de manecillas.

En lo alto de la pared primera de esa blanca habitación cuelgan las papeletas que gritan que ya deben llegar los días lluviosos y que pronto las puertas de una casona escolar serán abiertas para ir a sentarse a escuchar voces algo expertas.

En la piel sobre la mejilla se dibuja que los soles han descansado y que las luces artificiales han pernoctado.

La semilla empieza a germinar y me deja ver que la respuesta es el viento que danza y en su vaivén arrastra Ilusiones, que despeina y revuelca los pétalos de los delirios, es la corriente que gira sin caducidad por destino, espera nada porque no conoce plazos. Mi mente (o quizás la semilla) cede porque se sabe incompleta, porque se mira con sus propios ojos la espalda de sí misma y se sabe imperfecta, porque semejante se ha llamado mente, porque es necia y en su terquedad encuentra que respirará sólo un lapso en las entrañas del viento al que jactanciosamente ha designado tiempo.

*Cuando: Adverbio que señala un punto en el tiempo. Tengo que deshacerme de él.